La pandemia por el COVID-19 afectó drásticamente la vida de niños y jóvenes en todo el mundo en 2020 y 2021. Las medidas de salud pública para reducir la transmisión comunitaria del SARS-CoV-2 incluyeron cierres de escuelas sin precedentes y órdenes de quedarse en casa.

En el Reino Unido, las medidas tomadas en marzo de 2020 cerraron guarderías, escuelas primarias y secundarias y universidades para la mayoría de los estudiantes durante el resto del año escolar.

En 2021, las escuelas primarias y secundarias cerraron nuevamente en el Reino Unido desde enero hasta principios de marzo. Junto con estos cierres de escuelas hubo diversos niveles de restricciones en las actividades al aire libre, las reuniones sociales y los trabajos. Aunque el papel de las desigualdades sociales en la exacerbación de los efectos negativos del confinamiento en la salud y el bienestar de los niños fue evidente después de la primera ola de COVID-19, los nuevos datos resaltan los efectos de la pandemia y las privaciones socioeconómicas en el aumento de las tasas de obesidad infantil.

Antes de la COVID-19, la obesidad se reconocía como una pandemia mundial y una de las mayores amenazas para la salud pública en muchos países. El número de niños y adolescentes (de 5 a 19 años) que viven con obesidad en todo el mundo aumentó más de diez veces entre 1975 y 2016. Ello, ya no es exclusivo de los países de altos ingresos, desde el año 2000 se ha observado un aumento de la prevalencia del sobrepeso y la obesidad en muchos países de bajos y medianos ingresos.

Estos datos son preocupantes, porque numerosos estudios han demostrado que la obesidad pediátrica predice fuertemente la obesidad y un mayor riesgo de mortalidad por enfermedad cardiometabólica, incluida la enfermedad del hígado graso no alcohólico. Los informes de varios países sugieren nuevos aumentos en la obesidad infantil, estrechamente relacionados con un bajo estatus socioeconómico, durante la pandemia.

Algunos de los datos más alarmantes provienen de Inglaterra, donde, desde 2006, un Programa Nacional de Medición Infantil integral (NCMP, en sus siglas en inglés) ha medido la altura y el peso de los niños cuando comienzan (recepción, 4-5 años de edad) y cuando acaban (año 6, edad 10-11 años) la escuela primaria. Antes de la COVID-19, la prevalencia de la obesidad infantil en Inglaterra ya era una gran preocupación. Aunque la prevalencia de la obesidad en los niños que comienzan la escuela se mantuvo estable desde el año escolar 2006-2007 hasta el 2019-2020 y era aproximadamente un 10 %, el porcentaje de estudiantes de último año que viven con obesidad aumentó constantemente del 17,5% al 21,0%. Además, los resultados del NCMP de 2020-2021 sugieren aumentos pronunciados en la prevalencia de la obesidad del 14,4% al inicio y del 25,5% en los estudiantes de último año.

Asimismo, los resultados muestran una ampliación sustancial de la brecha de déficit económico, lo que sugiere que estos aumentos se han producido en gran medida entre los niños que asisten a las escuelas en las zonas más desfavorecidas. La prevalencia de obesidad fue más del doble para los niños que viven en las zonas más desfavorecidas que para los niños que viven en las zonas menos desfavorecidas en ambos grupos de años (7,8% frente a 20,3% en el inicio; y del 14,3% frente a 33,8% en el año 6º). En los EEUU, se han evidenciado disparidades socioeconómicas similares en la prevalencia de la obesidad en niños (de 2 a 17 años) que han aumentado durante la pandemia.

Casi uno de cada tres niños (31%) en el Reino Unido vive actualmente en la pobreza, lo que está relacionado con mala nutrición y obesidad. La relación entre la pobreza y la obesidad infantil es multifactorial, en particular afecta a los primeros años de vida y se agrava en los entornos alimentarios adversos. La exposición crónica al estrés (incluyendo la pobreza, la inseguridad alimentaria, el estrés de los padres y de la familia) durante la niñez altera las vías biológicas y conductuales que aumentan el riesgo de sufrir obesidad. El riesgo aumenta aún más por los entornos alimentarios obeso-génicos en las comunidades más desfavorecidas, que tienen la mayor densidad de establecimientos de comida rápida y el menor acceso a espacios verdes y de actividad física. La comida sana es más cara y en los barrios más pobres suelen tener menos supermercados de alta calidad y el transporte público es deficiente lo que restringe gravemente el acceso de la comunidad a frutas y verduras frescas asequibles.

Aunque el COVID-19 afectó a múltiples factores estresantes en muchas familias, la pérdida de empleos afectó de manera desproporcionada a comunidades que ya eran vulnerables. El cierre de escuelas fue particularmente perjudicial para los niños que viven en la pobreza, para quienes la escuela brinda acceso a alimentación saludable, actividad física, atención médica y social, redes sociales y rutinas familiares. De manera similar, aunque las órdenes de quedarse en casa y las restricciones en las actividades al aire libre aumentaron el sedentarismo y el tiempo de pantalla para todos, los niños que vivían en áreas urbanas densamente pobladas sin acceso a espacios verdes se vieron particularmente afectados. Mantener comportamientos saludables requiere organización personal; tiempo; y los recursos cognitivos, psicológicos y materiales con los que luchaban las familias vulnerables ya antes de la pandemia de COVID-19. Dado que el estrés de los padres, las enfermedades mentales y las interrupciones en los entornos sociales durante la infancia están asociados con el aumento de peso y la obesidad en los niños, lamentablemente no sorprende que, causado por esta combinación de factores estresantes relacionados con el COVID-19, haya aumentado la prevalencia de la obesidad infantil.

Los hepatólogos deberían estar muy preocupados por estos datos. Se estima que el 34% de los niños que viven con obesidad tienen enfermedad por depósito de grasa en el hígado. Aunque el riesgo genético influye en la patogenia de esta enfermedad, su progresión está estrechamente relacionada con la obesidad, por lo que la dieta y el estilo de vida son determinantes cruciales.

Es muy preocupantemente, que el 10% de los participantes tenía evidencia de esteatosis severa y el 2,7% tenía evidencia de fibrosis hepática. La prueba con FibroScan® sugirió que el 21% de los adultos jóvenes del Reino Unido tenían esteatosis y aunque la progresión a la enfermedad hepática a una etapa terminal generalmente es lenta durante décadas, estos datos sugieren que sin una intervención en el estilo de vida, habrá una carga sustancial de enfermedad hepática en personas de 50 años en el futuro cercano.

La EASL-Lancet Liver Commission ha propuesto recientemente un cambio fundamental del manejo de la enfermedad hepática en las etapas avanzadas mediante una mayor promoción de la salud, prevención y tratamiento temprano de la enfermedad hepática. La llamada Comisión Lancet del Hígado llama a ser más activos en las intervenciones a nivel de la población (incluidas medidas políticas destinadas a reducir las desigualdades sociales y mejorar el entorno alimentario) esto puede parecer radical para los hepatólogos, pero es un reconocimiento bienvenido y oportuno de las recomendaciones de salud pública conocidas y por las que se ha luchado durante mucho tiempo. La pregunta fundamental para todos nosotros debe ser: si se permite que estas tendencias en la obesidad infantil continúen sin control, ¿cuáles serán los costes de morbilidad y esperanza de vida?

 

Fuente: thelancet.com

Referencia: https://doi.org/10.1016/S2468-1253(22)00100-5

Artículo traducido y adaptado por ASSCAT

Related Post